El lenguaje de las flores

Hoy escuché un poema que hablaba de la locura. Ese divague de hablar con las plantas y las flores.

En el salón donde doy clases, hay un jardín pequeño. Un rosal color té crece enorme e irrespetuoso. Imagina que es un árbol. Antes de que lleguen los alumnitos, tomo unas tijeras. Le recorto las hojas ya marchitas, las rosas arrugadas. Le explico que no tema al frío del metal. Le confío al oído el arte de crecer. “No se puede llevar todo hacia el cielo, sin caerse por el propio peso”, le explico casi susurrando para que nadie me escuche.

No cuento que el rosal me sonríe y asiente.

Después tiro las rosas marchitas en el basurero. Cuando termino, los veo llegar.

Son chiquitos, inocentes, caminando por la vida a tientas. No hablan y miran muy poco. A veces se expresan arañando la piel. Entonces es cuando lo escucho al rosal decirme “gracias por cuidar de mis espinas”.

Sonrío, me protejo detrás de la espalda de mi alumno y le pregunto si quiere un abrazo de oso. El repite “abrazo de oso”.

El sol despega por detrás de los toboganes. Llega un ruido de recreo. A lo lejos otros árboles crecen y enmarcan la montaña donde está la escuelita de verano.

Desde los hilos del contorno, llega ese almácigo creciendo a la sombra del verano. Alguien en la casa había dicho que esa planta se llamaba coral. Desde entonces, las plantas empezaron a cantar para mí. Yo las dirigía con movimientos ampulosos de brazos y mirada seria.

Lo admiraba al maestro, cuando llegaba con su sonrisa de dientes desparejos. Disimulando que desafinábamos, nos elogiaba los soplidos de la flauta dulce. Un unísono de chirridos estridentes. Susanita sonreía. Jacobo daba un pisotazo llevando el ritmo. A mí se me inflaban los cachetes. El ejercía la amabilidad de venir a saludarnos.

Ir al Pro Música de Rosario era como andar de yapa por una partitura, aunque uno no pudiese leer las notas. De seis a ocho de la tarde, mi infancia tenía la música de calle Mitre. Los escalones gastados de mármol y la sonrisa de Marichín.

Entre clase y clase, nos colábamos hasta el fondo de la casona. Susa Imbern cantaba. Una solemnidad de musgo. Una paz de azulejos antiguos reflejando la tenue luz de las sonatas.

Yo guardaba en mi cabeza, esos momentos. Los reproducía desde ese espacio que da la niñez, jugando. Dirigir un coro frente a una planta, era mi arte.

Me gobernaba la vergüenza y la inhibición. Ese deseo de esconder mi cuerpo atrás de los árboles en las clases de gimnasia, ese no saber qué pasos llevar entre esas baldosas de mandados y portafolios.

Se tarda mucho tiempo en la vida, hasta asumir la imprudencia de ser uno mismo. Lleva años, tropiezos y torpezas. Lleva tardes de correr bajo la lluvia, lleva años de hundirse en los baldíos, de gritar misterios, de decir palabras que te sorprendan y te cambien la vida.

Lleva toda la incertidumbre de no ser.

Ahora en esta tarde de horario Pacífico, camino siguiendo los pasos de mi hijo. Miro flores.

Los pétalos del jacarandá, son el pentagrama del olvido. En el cemento gris se entronca el cadáver de una rosa pisoteada. Todo lo que florece se marchita y vuelve en un círculo geológico.

Hay un tiempo en la vida, donde las memorias cantan. Un coro poliforme.

“Albricias cantemos a la Navidad, si un año se acaba otro año vendrá”. Era un castellano diferente.

El sodero de mi cuadra invitaba a todo el barrio a subir a su camión de reparto cuando ganaba Central.

Un día me preguntaron en esa casona de calle Mitre cúal era mi canción preferida. Contesté “El fúsil y la flor”. Se hizo un silencio en la clase. Tardé años en entender por qué.

Contracanto ensayaba en la cochera del edificio de mi casa, canciones para cambiar el mundo.

El mundo nos cambió a nosotros.

Ahora la magia, sigue la melodía de los recuerdos.

Cristián Hernández Larguía dirige un coro que canta la marcha de Central. El sodero de mi barrio saluda desde su camión. Yo también canto. Las chicas de mi clase de música ya no me piden que me calle porque desafino.

Sigo caminando, pienso en la ausencia y en los pétalos de jacarandá como un llanto del cielo en el piso.

A veces la vida se da vuelta. El cielo pasa a ser la tierra y la tierra, el cielo.

A veces las espinas dan lugar a la sangre que brota. Seguir ese surco puede ser condena o revelación. Dos puntas posibles que se unen en el atardecer.

Cierro los ojos. Veo el sol cayendo sobre el mar. Nos reíamos esperando el rayo verde.

Nunca podremos decir que no hemos visto lo imposible.